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Lazos Rotos

Casos de violencia en las aulas.

Bitácoras Canarias / La otra Camy.- Hoy tuve la desgracia, porque no lo puedo llamar de otra manera, de presenciar cómo se unen en los jóvenes la imprudencia y la ignorancia, pude ver cómo una de mis alumnas de tercero de ESO era sacada de clase por un profesor que, furibundo, venía dando voces detrás de ella. Por no complicar más la situación en ese momento no pregunté nada ni intervine de manera alguna, excepto observando.

La alumna, procedente de un colegio conflictivo del sur de la isla, ha venido a repetir curso con nosotros al “supuesto paraíso de la disciplina” al cargo de unos familiares, porque sus padres creen que alejarla del ambiente en que se movía es la mejor solución para ella, aunque no sé si para sus actuales compañeros de clase, que ven en ella a una líder con capacidad de redimirlos con su actitud digna de ser imitada por “tenerlos bien puestos” a pesar de ser una chica.

Desde el principio nos dimos cuenta de que sus compañeras no la apreciaban lo suficiente por su soberbia insultante y su pasotismo provocador y, sin embargo, los chicos hacían lo posible por imitarla.

Lo cierto es que hoy me dio cierto temor de la situación que estaba presenciando y me dije a mí misma horrorizada que no podía ser verdad lo que estaba viendo. El profesor, separado apenas unos centímetros de su cara de ángel de hermosos ojos azules, le decía a la chica fuera de sí y a grito pelado: “Usted no tiene que tenerme miedo. Usted lo que tiene que hacer es respetarme, que para eso ha venido aquí, para que la eduquemos”, y ella contestaba con su sonrisa de superioridad: “Perdona, pero a mí no me educas tú, me educan mis padres”. De pronto me asaltaron las dudas de si era cierto lo que estaba diciendo aquella niña insolente y malcriada con aquella sonrisa delirante que ella misma reconocía como inevitable.

El profesor le vociferó: “¡Dios! Y encima eres tan ignorante… Yo soy un educador, ¿te enteras?, un e-du-ca-dor”. Ella, que no le creía, rebatía las palabras del maestro y seguía riéndose con sorna en su cara. El profesor, para evitar aquella sonrisa enloquecida, se marchó de allí, no sin antes dar un fuerte golpe de impotencia en la puerta que me sobrecogió y me sonó en el alma, haciéndome sentir más indefensa que ayer después de que confiscara en la clase un cutter y, al enseñárselo a mi compañero sorprendida, éste sacó sigiloso de su bolsillo otro que acababa de confiscar, también él, a la misma hora en otra clase.

Se me ocurrió decirle: “Tú tienes que estar enferma, niña. Tienes que visitar a un psicólogo”. No contestó. Acto seguido, su tutora, que estaba a mi lado viendo toda la situación y por fin presenciaba por sus propios ojos la falta de respeto de la que llevo hablándole desde principio del curso, y a la que siempre, como madraza, me contestaba “Pues conmigo se portan bien”, salió a echarle la bronca correspondiente hasta que también ella perdió la paciencia y la sacó al pasillo hasta que ambas se tranquilizaran y allá afuera se quedó la muchacha hasta el final de la hora. La tutora entraba y volvía a salir resoplando, seria. Y volvían a intentar una conversación civilizada una y otra vez.

Cuando salí, me tropecé por el pasillo con el profesor que, ya más calmado pero atónito todavía, me preguntó si esa falta de respeto era igual en todas las clases. Le dije que en la mía no era posible dar clase cinco minutos seguidos debido a que hablan mucho y arman escándalo y un poco era como un pequeño infierno, pero esas osadías que habían tenido con él y con algunos otros profesores en los últimos días no las habían tenido ninguno de esa clase conmigo. De hecho me extrañó que fuera precisamente con él, a quien todos los alumnos temen porque es un profesor bastante “hueso”.

Para más INRI, a continuación tenía clase con ese grupo. “La bestia negra”, pensé. “A ver quién sobrevive después de esto”. Pues no. No tenía nada que ver. El infiernillo de repente se había esfumado. No se oía una mosca y hasta el payaso de la clase, que nunca ha sacado un cuaderno en mi asignatura en lo que llevamos de curso, estaba copiando con buena letra y contestando a las preguntas hasta con más acierto que sus compañeros, así que tuve que reconocerles que estaba disfrutando como una enana porque era la primera vez que me daban el gusto de tener con ellos una clase con fundamento, aunque el único escollo era esta muchacha, que permanecía sentada al final de la clase ojeando una revista. Le pregunté si estaba interesante y me contestó que sí. Le pregunté si no iba a hacer las tareas como sus compañeros y me contestó que no le apetecía. Le dije que a final de curso a mí tampoco me iba a apetecer nada suspenderla pero que iba a tener que hacerlo, que yo me iría de allí y dejaría tras de mí los “cadáveres” de los alumnos suspendidos y me iba a dar mucha pena también. Me contestó que le daba igual una más suspendida y tosió y tosió para evitar escucharme.

Vi que razonar con ella en ese momento era inútil. Un compañero de los de delante preguntó en tono de broma si era una amenaza. Le dije que sí, que se lo tomaran como tal si eso les hacía tener un poco de interés por su futuro.

Seguimos la clase suave y cordial como la seda misma. Al final les pregunté: “¿No se sienten ustedes mejor así, más satisfechos de hacer bien las cosas?” Todos reconocieron que sí, que era más agradable, que no sólo satisfechos, menos tensos y menos estresados, sino que encima no les dolía la cabeza como siempre de oír el ruido habitual.

Me pregunto si la violencia escolar que se ha generado a raíz de la implantación de la ESO no tendrá también algo que ver con una llamada de atención a gritos desesperados por parte de los alumnos, porque también hace unos días durante una guardia tuve que sacar a varios de ellos de una clase porque estaban insultando a la profesora. Me quedé tan estupefacta que le dije al alumno que la insultaba delante de mis narices que lo desconocía por completo, que si era el mismo alumno que venía a mi clase y sacaba buenas notas. Más tarde le pregunté por qué ese comportamiento con aquella profesora, que qué era diferente respecto a mi clase para que él se comportara así. Me contestó: “Camy, es que tú nos escuchas, a todos sin excepción”.

Pues a ver si va a ser que sí…

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