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Lazos Rotos

La aberración endémica de matar.

Medios alternativos / Juventud Rebelde.- Juana Carrasco Martín. Poco importa la vida de los civiles para quienes entraron en Iraq a punta de cañón llevando "libertad" y "democracia", pero Bush admite ahora un "problema".

Concluye el mes de mayo de 2006 en la ciudad sunnita de Samarra cuando un carro lleva a dos mujeres al hospital. Una de ellas está a punto de dar a luz y el vehículo no se detiene en el puesto militar de observación de las fuerzas ocupantes estadounidenses. Falta letal para los viajeros. «Se disparó para disuadir al vehículo», dijo luego una declaración de las «fuerzas de la coalición», un término que sirve para que la responsabilidad se diluya, aunque este sea otro incidente más en una larga lista que corrobora el carácter habitual de la actuación de las fuerzas de Estados Unidos a lo largo de sus muchas guerras.

Esta vez, un equipo del Noticiero Televisivo de AP mostró los cuerpos de Nabiha Nisaif Jassim y su prima Saliha Mohammed Hassan, envueltos en sábanas, cuando yacían en camillas fuera del Hospital General Samarra, y a residentes del lugar señalando los impactos de las balas en el parabrisas del carro, donde el asiento trasero anegaba en sangre. Una iraquí que prefirió no dar su nombre, pero se identificó como familia, aseveró: «Yo estaba con las víctimas, una de ellas estaba embarazada y a punto de dar a luz».

Esta vez, el crimen ocurre cuando Iraq y Estados Unidos están sacudidos por la investigación de la masacre contra civiles desarmados cometida en Haditha, el 19 de noviembre de 2005, por un pelotón de la compañía Kilo de marines, cuyos integrantes asesinaron a sangre fría a 24 personas en sus propias casas —incluidas mujeres y niños— porque querían vengar la muerte de uno de ellos cuando estalló una bomba de camino, allí junto al Eufrates que parte en dos la comunidad agrícola de 90 000 personas, como si fuera una de las naranjas o de las manzanas que cultivan a la sombra de las palmeras, junto a las zonas desérticas de la provincia sunnita de Al Anbar.

Esta vez, prácticamente coincide con una operación de requisa en Kerbala, en busca de insurgentes, en la que fueron muertos cinco iraquíes, entre ellos una mujer y su hijo de siete meses. Y cuando comienzan a conocerse otros crímenes, como el del hombre acribillado el pasado abril en un barrio del oeste de Bagdad, por el que están acusados siete marines y un miembro de la marina que pudieran enfrentar cargos de asesinato, secuestro y conspiración para cometer el delito. El hombre fue sacado a la fuerza de su casa y periodistas de Los Angeles Times y la NBC News aseguran que los infantes habían plantado un AK-47 y una pala cerca del cuerpo para hacerlo aparecer como un insurgente que estaba enterrando una bomba de camino. ¿Por qué? Hasta ahora no hay respuesta, pero en Camp Pendleton, California, la base del Cuerpo de Marines, los asesinos esperan juicio.

Y cuando se investiga también la pesadilla del 15 de marzo pasado en la aldea de Ishaqi, a unas 50 millas al norte de Bagdad, donde las fuerzas estadounidenses tomaron como blanco un edificio que colapsó ante los impactos de la artillería de un avión AC-130, porque la inteligencia de EE.UU. dijo que allí estaba un miembro de Al-Qaeda. Afirman los residentes de la localidad que había 11 cadáveres en el lugar y aseguran también que las tropas habían matado a esas personas antes de que la casa fuera derribada.

También al lugar llegó un equipo de televisión y las imágenes mostraban al menos un hombre adulto y cuatro niños con profundas heridas en la cabeza causadas por balas o esquirlas, mientras las paredes estaban cosidas a balazos.

Otra población, otra matanza. Las fuerzas estadounidenses lo niegan por ahora, pero el 4 de mayo pasado efectivos norteamericanos de un team de combate de la 3ra. Brigada de la 101 División Aerotransportada, que controla Samarra y la provincia de Salahaddin, luego de un intercambio de disparos con insurgentes, entraron en una casa y mataron a dos mujeres, Khairiya Nisiyif Jassim de 60 años y su hija Anaam Zedan Khalaf, de 20 años, y también a un discapacitado mental, Khaled Zedan Khalaf, de 40 años; e hirieron al padre de esa familia, Zedan Khalaf Habib. Argumentaron que en esa vivienda «planeaban atacar a los soldados» y en la primera versión oficial la unidad dijo que habían matado a tres personas que les disparaban desde un techo.

También en este caso los soldados plantaron «evidencias» de combate. Según declaró Shireen, otra hermana de los fallecidos: «Ellos asesinaron a mi hermano Khaled, le dispararon tres veces más en el pecho y pusieron un rifle entre sus piernas para mostrar que estaba armado y entonces le tomaron fotografías».

Es el rastro sangriento que van dejando, desde Fallujah hasta Ramadi, desde Mosul hasta Tikrit, desde Najaf hasta Basora, las huestes bárbaras del siglo americano de Bush o de sus cómplices.

Un baño de sangre en Haditha. Nadie puede decir a ciencia cierta cuántos civiles iraquíes han muerto en esta guerra de George W. Bush y su equipo, despreciable como todas, pero mucho más porque está cimentada en mentiras. Las que dijo la Casa Blanca para iniciarla y las que continúan diciendo los militares y el gobierno estadounidense para mantener una ocupación repudiada.

Washington y su Pentágono dejaron claro desde un principio que no les interesaba contar esos cuerpos, una decisión conveniente para ocultar la extensión del exterminio. Incluso hubieran preferido ni siquiera contar sus propios muertos, cuyos féretros llegaban también en la sombra del encubrimiento hasta que las fotos indiscretas asomaron en un periódico de Seattle.

Pero cada día se les hace más difícil mantener vendados los ojos a sus ciudadanos. Un relato aquí, un video allá, unas fotos acullá van develando la sangrienta realidad.

Si Abu Ghraib sacó a la luz la execrable práctica de la tortura, de las detenciones por simples sospechas, de los huecos negros en cárceles secretas alrededor del mundo, ahora, el relato espeluznante de cuánto sucedió en Haditha el 19 de noviembre de 2005 parece estar abriendo una Caja de Pandora mayor, en la que están escondidos múltiples e injustificables crímenes.

Haditha ha sido un acto de venganza, pero también la actuación habitual de quienes han sido entrenados para matar. Un día tras otro, sin que sean tomados en consideración, los testimonios de iraquíes denuncian que cada vez que las fuerzas estadounidenses entran en combate o son alcanzados por bombas camineras o emboscados y sufren bajas, repiten el comportamiento que ahora se ha hecho público. Los hechos fueron descritos así por el representante John Murtha, un crítico a la guerra de Iraq: Una bomba impactó a un convoy militar y dejó a un marine muerto. Entonces, los marines dispararon y mataron a civiles desarmados en un taxi y en dos casas donde asesinaron a otras personas.

Un testimonio más cercano y fidedigno lo dio a la estación de televisión KING-TV de la ciudad de Seattle, en el estado de Washington, el marine James Crossan, de North Bend, quien fue herido aquel día en Haditha: algunos de los marines, luego de ver a uno de los suyos morir en la acción «yo pienso que se cegaron por el odio... y simplemente perdieron el control»...

La descripción del estado de ánimo corresponde con la terrible visión de los testigos. Al corresponsal de Los Angeles Times, un vecino identificado como Abu Mukarram le dijo que tras la explosión de la bomba al paso de uno de los Humvee y que mató al marine Miguel Terrazas, «los americanos, que estaban en el primer vehículo, regresaron al carro dañado. Ellos comenzaron a gritar y vociferar… Luego de algunos minutos, todo estaba tranquilo; durante esa calma, no hubo disparos. Fueron momentos de expectación».

Pasaron diez minutos y entonces Abu Mukarram escuchó las primeras detonaciones: la tropa había estallado en una cólera asesina. Los sobrevivientes afirman que los marines furiosos pasaron arrasando por la hasta entonces quieta calle, irrumpieron en las casas y derribaron con sus disparos a civiles iraquíes —incluidos niños, mujeres y un anciano en una silla de ruedas: 24 víctimas mortales.

Estremecen las descripciones de dos niñas sobrevivientes, de las dos familias diezmadas, narrando cómo fueron masacrados en su presencia padres, hermanos, abuelos, tíos y primos, y ellas mismas heridas.

Para quienes están conociendo ahora los detalles en Estados Unidos, Haditha es la reminiscencia de otra barbarie, las torturas en Abu Ghraib, la rotura de la moral, la prevalencia del miedo y de la violencia. Un «problema», una «preocupación», minimiza George W. Bush, imposibilitado de negar lo evidente o de hacerse el avestruz, por lo que tuvo que admitir: «Si en los hechos fueron rotas las leyes, habrá castigo».

Si esta promesa fuera cierta, el primero que tendría que sentarse en el banquillo de los acusados por crímenes de guerra es él mismo, en su condición de jefe máximo de una guerra contra el terror que solo ha hecho extender su terrorismo de estado por todo el mundo.

Para justificar se habla de que la unidad de marines responsable de la masacre estaba en su tercer emplazamiento en Iraq, con un estrés de combate elevado y una insurgencia creciente, por lo que las tropas pueden ver en todos y cada uno de los iraquíes un enemigo potencial.

Pero, hasta ahora, cada vez que un incidente semejante ha salido a la luz pública rompiendo los velos del ocultamiento premeditado y de la manipulación o el silencio mediático, solo ha habido un clima de impunidad extendido, y convertido en el caldo de cultivo de una catástrofe moral que no podrá ser ignorada durante mucho más tiempo por el pueblo de Estados Unidos, so pena de su total derrumbe social. El crimen de Haditha pudiera ser definitorio.

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