Utopía de la bandada.
Medios alternativos / Juventud Rebelde.- José Aurelio Paz. Cuenta la escritora Isabel Bornemann la historia de dos niños de Hiroshima que, en medio de las tensiones bélicas de los años 40, tenían una relación de amistad idílica. Al límite de no anhelar la llegada de las vacaciones de verano para no sufrir la separación.
«Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra», sentencia la autora.
Y narra cómo al concluir la escuela él se fue con sus abuelos, antiguos ceramistas que terminaban sus vasijas por puro amor y las amontonaban porque la situación mundial había quebrado todo mercado. Ella quedó con sus hermanos en la ciudad de la tragedia cuando, en la madrugada del primero de agosto, una premonición le había despertado; soñó caminar sobre la nieve, sola, en medio de un desierto helado sin casas ni árboles. Pero, quizá pensando en el retorno de Toshiro, escribió en su cuaderno escolar uno de sus primeros haikus, especie de poemas breves, de diecisiete sílabas, típicos de la poesía nipona. Sobre la virginidad del papel quedó registrado: «Pronto / Florecerán los crisantemos. / Espera, / Corazón».
Pero la mañana del seis de agosto le sesgaron de un tirón los crisantemos a Naomi y su corazón, débil, no pudo esperar el retorno de su amado. Como un enorme sacacorchos, la bomba atómica le sacó las entrañas a Hiroshima. Una fuerte luz sorprendió a la pequeña haciendo los mandados de la familia, y desde el idílico paisaje de una aldea remota, Toshiro cree que su amiga ha muerto. Solo en diciembre logra saber que aún está viva y camina decenas de kilómetros para visitarla en el hospital. Mirando al techo, y ya sin sus negrísimas trenzas, Nahomi dijo que iba a morir por no haber concluido las mil grullas de papel que le librarían de la muerte, según una de las tradiciones de su país sobre ese sagrado pájaro.
El muchacho apenas contó 20 sobre la mesa y se marchó. Esa noche no durmió cortando los 980 cuadritos en los cuales fueron transformados viejos periódicos, revistas y hasta tarjetas familiares. Luego convirtió el muerto papel en grullas dispuestas a desplegar sus esperanzadoras alas para salvar la vida de Naomi.
Ella dormía, ¡tan débil!, cuando él llegó al hospital desafiando, otra vez, la distancia. Las hilvanó de diez en diez, con un casi invisible hilo, y las colgó del techo de la habitación mientras el viento las hacía girar. «¡Son hermosas!», atinó a decir la niña abriendo los ojos y sonrió, para pasar luego a un sopor profundo, que se la llevó.
Las avecillas no habían podido hacer nido en su sangre para ahuyentar la leucemia. Así quedaba trunca la ilusión natural y humana de dos niños, pintada por la escritora en los inicios de la narración, «que creían que el mundo era nuevo porque ellos eran nuevos en el mundo Naomi poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...».
Imposible olvidar esta fecha en que un bombardero yanqui prendió un gran crespón negro al mundo. Imposible creer que esta historia, como la del más de un millón de niños que murieron bajo el exterminio nazi, es agua pasada. El holocausto, como método de sometimiento imperialista, todavía hace pasarela en los grandes escenarios políticos del mundo desde los tiempos en que Ana Frank nos estremeciera, al enjaular su corazón en aquel conmovedor diario. Así lo prueba ahora la guerra de Estados Unidos contra Iraq. Así lo testifican los ataques de Israel contra el Líbano y Palestina, en que las llamadas bombas-racimo depositan el veneno de su ponzoña en los más inocentes.
Tampoco han de olvidarse las otras bombas, esas que no hacen su espectáculo de fuego ante las cámaras de la televisión; las invisibles, las que estallan, sin ruido, dentro del corazón de una humanidad lacerada de manera impúdica.
En medio del pródigo mercado de la guerra, la muerte también se compra guadaña de oro con la alta y millonaria cifra de niños que mueren cada año de enfermedades curables; los que permanecen presos en cárceles del mundo; aquellos que son vejados en su inocencia por soldados norteamericanos, los que son sometidos a explotación sexual y laboral; los que van apagando su candil ante las sombras del sida.
El gran guitarrista norteamericano Jimi Hendrix sentenció una vez, en uno de sus conciertos, que cuando el poder del amor sea más grande que el amor al poder el mundo conocerá la paz. Quizá para entonces las grullitas de Naomi y Toshiro levanten vuelo rumbo al sol, que es decir la vida, ante el compromiso de no repetir esta historia, para que dos simples niños crezcan sin dolor ni miedo a amanecer, otro día cualquiera de este siglo, sintiendo que no es el amor lo que les quema el alma.
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