REP-SOL y playa.
[Lunes, 8 de noviembre de 2004]
Durante tres lustros, en Lanzarote, ha resultado fácil determinar cuál era el mayor peligro para la sociedad insular: el desmesurado crecimiento de la industria turística. En los últimos años, a este asunto se ha sumado otro conflicto, cuya gravedad destaca también sobre los problemas que convendríamos en denominar como normales, y que provocará dificultades duraderas: la extensión de la xenofobia entre la población de la Isla. Y ahora se nos anuncia la cuestión que terminará de conformar la terna de las grandes amenazas para la sociedad lanzaroteña en los próximos tiempos: la instalación de una industria para la extracción de petróleo junto a la costa insular. [...]
En el caso de las perforaciones petrolíferas frente a las costas de Lanzarote, no existe riesgo, sino la absoluta certeza de que se producirán consecuencias medioambientales. Efectivamente, la duda no está en si se ocasionará o no contaminación, sino en cuál será la gravedad de la misma. Extraer petróleo del mar es una actividad que provoca siempre contaminación: por las explosiones de los sondeos o la propia perforación; por los ácidos utilizados para perforar o por los lodos tóxicos que se generan; por los pequeños o por los grandes vertidos; por la limpieza de la plataforma o de los petroleros que arriban para transportar el material extraído; y un etcétera que es bastante largo. A las costas de Lanzarote llega el piche que dejan los petroleros al limpiar sus tanques a muchos cientos de kilómetros de distancia. Imaginemos lo que ocurrirá cuando esos petroleros se concentren a 27 kilómetros de la costa para cargar el crudo que se extraiga de los treinta pozos petrolíferos que anuncian.
Las consecuencias medioambientales y turísticas van a producirse. Y van a ser graves. Porque la Isla vive exclusivamente del turismo, de la comercialización de su costa y el aprovechamiento del clima. Es decir, del sol y la playa. No resulta difícil prever las secuelas ocasionadas por alguna noticia publicada en periódicos alemanes, ingleses o peninsulares sobre playas contaminadas por petróleo: disminución de la afluencia turística de forma inmediata y una imagen de destino turístico contaminado que perdura en el tiempo.
Otra cuestión es si esas consecuencias pueden llegar a ser catastróficas, si un accidente provocara vertidos de tal magnitud que asolaran durante unos cuantos años la industria turística local. No es posible asegurar que ese accidente vaya a producirse; pero tampoco que no sucederá. La historia de la industria extractora de petróleo en el mar tiene ya cerca de un siglo, y los incidentes que han acarreado serias contaminaciones del entorno constituyen un componente consustancial a esa actividad, que se ha repetido con la suficiente frecuencia como para que contemplar esa posibilidad sea más que razonable.
Hace ya unos años que el sociólogo alemán Ulrich Beck acuñó el término La sociedad del riesgo para referirse a la sociedad en la que vivimos. En la que algunos sostienen que si queremos disfrutar de los beneficios del progreso tenemos que aceptar los riesgos que acarrea. Y el adjetivo está bien escogido, porque, como decíamos, riesgo significa que existe la posibilidad o no de que ocurra un accidente. Y a ese o no se aferra la mayoría para vivir instalada en el riesgo sin hacerse más preguntas. No obstante, para completar esa carectización de la sociedad habría que añadirle la absoluta ceguera que define al mercado a la hora de abordar las consecuencias medioambientales de la actividad económica, y la incapacidad de la que está haciendo gala la democracia representativa para resolver esos problemas ecológicos. Entre otras razones, porque cuando aparezcan las consecuencias ya habrán abandonado el poder quienes tomaron las decisiones que las provocaron.
Ahora bien, si nos guiamos por el comportamiento del Gobierno de Canarias, parece que aquí hemos dejado atrás la sociedad del riesgo para entrar en la de la ruleta rusa. Porque poner en peligro la base que sustenta la economía por codiciar un nuevo beneficio supone un comportamiento temerario. Y por grande que sea el tambor del revólver, un día el hueco en el que se aloja la bala coincidirá con el percutor, y al apretar el gatillo... Se producirá un accidente.
Fuente: Jorge Marsá en Canarias 7
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