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Lazos Rotos

Intervención de José Manuel Hdez. en su despedida de la Corporación Municipal de La Orotava.

Partidos políticos / Iniciativa por La Orotava (IpO).- Creánme si les digo que desde que tomamos la decisión de mi relevo en este Pleno, hasta anoche mismo, anduve dándole vueltas al cómo despedirme. ¿Qué decir que pudiese resumir 15 años de aprendizaje político y humano, de lucha constante por mejorar y transformar este pueblo?

Podría hablar de la tristeza que se anidó en mi corazón al ser testigo directo de la agonía de esta tierra que nos vio nacer, que, generosa, nos ofreció sus recursos para disfrutar de una vida plena y a la que hemos pagado asfixiándola sobre toneladas de infértil hormigón.

Podría hablar de cómo, en este pueblo que amamos, se ha ido conformando un poder en lo oscuro, que no ha sido elegido pero que gobierna.

Podría hablar de cómo la ilusión democrática acabó transformándose en soberbia autocracia mediática. De cómo se utilizan las estructuras institucionales para perpetuarse en los sillones, en los despachos, en un trocito de la codiciada fama y de un distorsionado “prestigio social” que algunos creen adquirir desde el momento en que se enfundan en un traje negro. De cómo cambian algunas personas cuando sobre su pecho cuelga un escudo custodiado por dos dragones verdes. De cómo no se ha sabido diferenciar el debate político, la confrontación de ideas y proyectos, de los asuntos meramente personales y, entonces, quien detenta el poder, porque ha sido elegido o porque ha sacado unas oposiciones o porque tiene mucho dinero, lo utiliza para crear heridas que difícilmente cicatrizarán.

Podría hablar de todo esto, pero no me apetece. En esta última intervención prefiero mirar hacia los horizontes de esperanza que nos dibujó Pedro García Cabrera. Prefiero recordar las sonrisas, los apoyos, la comprensión, el escuchar atento y los aprendizajes humildes. Prefiero recordar todo lo bueno que he vivido en esta Casa y agradecérselo a todas las personas que lo han hecho posible. A los trabajadores y a las trabajadoras que me facilitaron mi labor, que me enseñaron constantemente y que acabaron convirtiéndose en amistades que sobrevivirán a esta etapa de mi vida. A muchos concejales y concejalas que compartieron esta mesa conmigo, como mi fiel contrincante dialéctico, Juan Donis, al que le envío un abrazo, y, muy especialmente, a los compañeros y compañeras que comparten el grupo IpO, con los que seguiré trabajando, arrimando el hombro para que un nuevo aire, fresco y renovado, se cuele por las rendijas de este Ayuntamiento hasta inundarlo de alegres estrellitas. Verdes, ¡cómo no!

A los compañeros y compañeras de la prensa escrita, que me han demostrado ser unos grandes profesionales y que, casi siempre, han sido como una ventanita por la que se asoma un trozo de nuestra libertad.

A todas y todos, incluso a aquellos de los que no quería hablar hoy, les quiero hacer un regalo, que sale tan sólo de mi imaginación y del ejemplo de una mujer que, en las tierras mayas de la pequeña Guatemala, anda ayudando a los indígenas, a los hombres y mujeres que nacieron del maíz, nuestro millo, a sentirse orgullosos de ser ellos y ellas mismas. Solo son unas cuantas palabras que, en cuanto las pronuncie, dejarán de ser mías y pasarán a ser de ustedes. ¡Y que cada cual haga con ellas lo que le dé la gana! Se llaman 'Las Palabras de la Vida' y empieza así:

    Antes, hace muchos inviernos, a la joven Tierra le nació una mujer sin palabras. Esa mujer, que al principio también era joven, acarició la humedad y quiso hablar con ella, pero no encontró qué decirle y aunque el olor fresco le atravesó la piel y le recorrió las venas, todo fue silencio. Lo mismo le pasó con el roce de la hierba y con el pasar de las nubes. Iban o se quedaban, pero nunca conversaban, porque las palabras no llegaban. Triste ya la mujer, porque no podía contarle a la Tierra todo lo que sentía, subió despacio a una colina, extendió un pañito de esperanza y se sentó encima, con el firme propósito de no levantarse hasta dar con las palabras que necesitaba para seguir viviendo y creciendo.

    Pasó mucho tiempo y el sol entraba y salía y bailaba con la lluvia, a veces tiernamente abrazados y a veces tan alocados que parecieran alcanzar un sublime estado de trance. En los descansos de los bailes, la mujer abría sus ojos claros y miraba atenta lo que pasaba al pie de la colina. Allí, la Tierra agradecida y fecundada, seguía pariendo vida. Y a sus pies, un grupo de hormigas caminaban rápidas, buscando el alimento que los primeros dioses habían creado para ellas. Se tropezaban en su andar rápido y era ahí cuando aprovechaban para conversar. Ellas sí tenían sus palabras, pero la mujer no las escuchaba. Una tarde, las hormigas caminaban más agitadas que de costumbre. Parecía que alguien hubieses tocado alarma y tenían que correr para escapar o para organizarse y resistir.

    Total fue que empezaron a llover piedritas sobre el hormiguero y las más pequeñas y las de mayor ancianidad perecieron y los gritos pequeñitos que sólo la mujer que no hablaba podía, ahora sí, oir, se encaramaron a su rostro y les arrancaron las lágrimas que bajaron por su mejilla y se mezclaron con su saliva y le regalaron a la mujer su primera palabra: dolor.

    La mujer siguió llorando, ajena a lo que acababa de ocurrir. Seguía atenta al mundo de las hormigas y observó cómo se agrupaban en pequeños corros y se abrazaban para protegerse de las piedras y, aunque muy asustadas, resistían el embate. Los pequeños cabellos que la madre Tierra le había puesto en sus blancos brazos se le pusieron de pie y por los poros empezaron a brotar palabras que se le quedaron en la conciencia. Eran lucha y solidaridad y las unió al dolor y fue comprendiendo lo que pasaba a sus pies.

    Y bajo la lluvia de las piedras de la muerte, también vio hormigas que se acariciaban con sus antenas y hormigotas que amamantaban con ternura a sus pequeñísimas crías y les oía decirles que fuesen fuertes para contarles a las que viniesen mañana y pasado el orgullo que sentían de reconocerse como hormigas de la tierra. Y a esa conversación la mujer, en un impulso claro como el cielo azul, acertó a llamarla dignidad y esa palabra se le escapó por sus finos labios y la recogió del aire y la repitió diez veces, para memorizarla.

    Una vez aprendida esta importante palabra y viendo que las malas piedras no podían vencer a las hormiguitas que se hicieron fuertes porque se juntaron, recopiló todas las palabras que se le aparecieron en su estancia de la colina y las repitió en voz alta: dolor, lucha, solidaridad, dignidad. Al final de redecirlas, le llegó, suave como el aire de la montaña, una última palabra. Amor.

    En ese momento comprendió que ya tenía las palabras necesarias para acariciar la vida. Así pues, recogió su mantelito de esperanza y lo metió en su morral. Le regaló una flor a las hormigas para que adornaran su colectiva casa y se fue, colina abajo, a compartir sus utopías con los hombres y las mujeres del color de la tierra.


Y yo, ahora, también recojo mi mantel tricolor y me voy, por estas calles empedradas, a seguir compartiendo esperanzas y utopías, gritando con mis compas y con toda la alegría del Universo, un estruendoso ¡Viva Canarias Libre!

Muchas gracias.

José Manuel Hernández

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