¿HAY EN ICOD AGRAVIOS COMPARATIVOS?
Como siempre que recibimos un artículo en nuestra redacción, lo leemos con detenimiento al mismo tiempo que comentamos su contenido. Este artículo que reproducimos a continuación, escrito con un estilo que hace inevitable leerlo de un tirón, casi sin respirar, plasma la realidad de muchas zonas deprimidas casi tercermundistas de nuestro municipio. Lectura recomendada.
Artículo remitido a nuestra redacción por Mª Carmen Domínguez
- ¿HAY EN ICOD AGRAVIOS COMPARATIVOS?
A lo largo de estos últimos trece años, desde que tuvieron lugar las elecciones municipales de 1991, los vecinos del barrio de Santa Bárbara hemos confiado por mayoría en las promesas y en la gestión del grupo socialista, que ha sido elegido gobernante en varias legislaturas consecutivas.
Este barrio, inexplicablemente para mí al menos, suele ser tenido por los habitantes de otras zonas de Icod como punto de referencia para medir el progreso de nuestra ciudad, puesto que constantemente es embellecido y mimado en algunos puntos, como en la carretera general, a la que no hace mucho se le ha adosado un muro que en algunas zonas lleva hasta una valla pintada de amarillo ocre y marrón (como en todo el resto del municipio), o también por la ubicación en el centro cultural de la oficina de ventanilla única, que realiza no sé cuántos miles de trámites burocráticos al año, pero que, sin embargo, ha puesto freno a la actividad asociativa de los vecinos del barrio, que tanto ansiaron un lugar para reunirse libremente y que seguirán ansiándolo porque, ahora que existe, tampoco se ha destinado para este fin.
En cambio, otras zonas menos céntricas del barrio, aunque también importantes por la cantidad de vecinos que vivimos en ellas y transitamos por sus caminos, nunca hemos tenido la posibilidad de disfrutar algo tan sencillo como tener cerca una cabina telefónica o la guagua, lo que obliga a muchos, sobre todo a los de más edad, que por lo general no conducen, a caminar más de un kilómetro hasta la parada de guaguas más cercana, situada en la plaza.
A cualquier conductor que suba de Icod a Santa Bárbara de camino para La Guancha le sería fácil llegar a la conclusión de que el barrio, el municipio y el mundo civilizado acaban en la plaza de Santa Bárbara sólo con ver el estado de las calles. A partir de este punto, en la vía que baja para la zona del Barranco y Los Eres sólo encontramos promesas que, para ser cumplidas, esperan sobre la mesa año tras año a la elaboración del famoso informe técnico y a que se le consigne una partida en el presupuesto anual. Es decir que en todos estos años no ha habido tiempo ni dinero para los vecinos de esta zona, a pesar de que nuestros impuestos son cada vez más altos. Y este año, con el recorte presupuestario en el apartado de infraestructuras viarias, menos aún.
Esta mañana, cuando bajé por mi calle, aunque me hubiera apetecido más cerrar los ojos para no ver lo que hay en la vía, debía permanecer en tensión aferrada al volante, pues, hasta llegar a la plaza, ese punto que separa lo bueno de lo malo, hay una asfixiante carrera de obstáculos que hacen del tramo desde mi casa una verdadera odisea. Me explico: En el sitio menos imaginado te encuentras con dos o tres coches de frente. Y hay que arrimarse a un lado. ¿Quién de todos se arrima? Pero ¿y hacia dónde? Debo reconocer que mi coche, hace poco prácticamente nuevo, más parece una cacerola aporreada gracias a este tipo de agradables citas a ciegas. Y después de superado el susto, que a veces es mayúsculo cuando se trata de un camión (porque paradójicamente la guagua no cabe por la calle, pero los camiones de gran tonelaje sí), más abajo hay un bache y otro y otro más y, entretanto, los socavones, algunos, con suerte, indecentemente cubiertos con asfalto negro o rojizo, con cemento, con arena blanca de playa (lo que le da al pavimento esa alegre tonalidad, tan típicamente icodense, que podría servir de base para un juego entretenido: adivinar cuál fue el color original si es que alguna vez lo hubo). El resto de los socavones permanecen abiertos como fosas comunes que esperan hambrientas engullir las ruedas del vehículo de algún incauto, o quizás demasiado cauto, pues, como te pongas a sortear socavones, tienes que invadir el lado izquierdo de la calle, suponiendo que exista (tengo que admitir que para el que conduce por estos vericuetos de mi barrio todo lo que hay es el lado derecho).
Después me encuentro en medio de la vía con un charquito sospechoso que lleva ahí semanas. Mi negativa ante lo evidente y esta inevitable manía que nos han inculcado de pensar con métodos científicos me habían llevado a especular que aquel charquito era fruto de algún veneno fitosanitario que el vecino había echado en sus parrales y que era imposible de eliminar del asfalto por su alto punto de evaporación (o algo similar, qué sé yo cuántas conjeturas hice), hasta que me enteré de que ese diminuto océano era debido nada más y nada menos que a una tubería que se había roto bajo la presión de las ruedas y de los años y de la desidia, ya que nuestra empresa municipal gestora del servicio de abastecimiento de aguas conoce el tema desde hace tiempo. De los demás charquitos esporádicos no hablaré, pues sería interminable, pero sí de un surtidor caprichoso que es ya como de la familia, porque durante varios años, unos días me sorprende con un hermoso chorro que me lava el lateral del coche y otros días apenas me enseña burlón su lengua de agua que se desliza calle abajo lamiendo la orilla, acrecentando el tamaño de los yerbajos y dando a entender que bajo el pavimento algo no va bien. O a lo mejor me equivoco porque, a juzgar por las apariencias, nadie diría que el agua en nuestro pueblo es un bien escaso y limitado como en otros lugares del planeta.
En otro tramo de la calle parece como si las piedras hubieran cobrado vida y, siguiendo la tendencia de los vecinos de este pueblo, también hubieran decidido manifestarse por fin ante tanta dejadez (fue lo mismo que pensé hace un par de años cuando se vino abajo el enorme murallón del Barranco). Con el inicio de las lluvias hace unas dos semanas que ha caído todo un muro sobre la estrechez de la calle, por fortuna sin daños humanos ni materiales, pero dejando paso escasamente para un vehículo y haciendo soportar todo el peso del tráfico en el punto más débil. (Los vecinos sabemos que es el más débil porque recordamos que justo a esa altura, debajo de uno de tantos parches de asfalto, se esconde una grieta sonriente y amenazadora, pero quien la mando a parchear por lo visto ya ha olvidado este pequeño detalle). Nadie ha querido hacerse cargo de las piedras huerfanitas y por eso siguen allí esperando el día fatídico que corrobore lo inevitable.
Y hasta aquí y de forma breve mi aventura en coche hasta la plaza. Pero como una es en el fondo masoquista, y por seguir con la prescripción médica del paseo diario, la bajaré de nuevo caminando como si no tuviera coche. La guagua por supuesto no me va a poner en la puerta de mi casa. Lo primero que hay que tener en cuenta es mirar para el suelo, no sea que una fosa común me engulla las piernas, o me resbale con las arenillas que han quedado sueltas de los últimos parches o huidas de los socavones (y, por qué no decirlo también, he de ir huyendo de un fatal desenlace para el bebé que duerme en el interior de mi vientre, inocente de la fealdad que va a encontrarse cuando salga al exterior). ¡Pero atención! Se trata de mirar para el suelo sin descuidar los vehículos que nos salen en todas direcciones y que, a veces demasiado veloces y a veces intentando sortear obstáculos, olvidan que, aunque ya somos menos, los peatones seguimos siendo vulnerables y algunos tanto. Y entonces me arrimo al lado contrario o favorable a la circulación y me mojo con el chorrito caprichoso al que saludo cordialmente y me mancho los pantalones con la hierba sucia y, por si fuera poco, una higuera me atiza con ese tentáculo que lleva años sin ser cortado Pero ¿y dónde están las aceras? Algunos tramos tienen aceras particulares, pero excepto los chiquillos tarimeros, los demás no andamos por ellas y más bien las usan para sentarse a descansar los que andan con muletas o bastones (que no sé por qué epidemia o casualidad del destino habrá tantos en mi calle últimamente). Recordemos que el único tramo de acera propiamente dicha de Santa Bárbara está delante del domicilio de un concejal socialista. ¡Y tiene baldosas y todo! El resto son simples imitaciones y promesas incumplidas.
Para olvidar el amargo paseo, ahora se me antoja una chocolatina que llevo en el bolso, pero ¿dónde tiro el papel si la última papelera está en la plaza, o eso creo? ¿Ahora voy a retroceder yo con lo que me ha costado llegar aquí? Podría juntarlo con esa pila de enseres viejos que lleva ahí dos o tres semanas esperando. Pero mi conciencia estaría recordándome tan mala acción durante mucho tiempo.
Y por fin, cuando llego al ansiado ensanche, levanto los ojos para ver el Teide oculto a lo lejos detrás de una telaraña de cables de teléfono, cables de luz, cables de alumbrado público y de no sé cuántos cables más. Iba a decir que este es el típico paisaje de Icod, pero olvídenlo. Sigo mirando al suelo porque el placentero ensanche son sólo unos metros. (Creo que debería haberlo escrito en mayúsculas, El Ensanche, por ser único en su especie, en la calle y en toda esta parte del municipio). Cuando poco mas tarde llego a mi casa ¡Sorpresa! ¡Ha venido el cartero! ¡Qué suerte! ¡Por una vez ha acertado dónde vivo! ¡Y me ha traído el impuesto del rodaje del coche! ¡Y el de basuras! Pero deben haberse equivocado en las cifras. Esta cantidad no responde para nada a los servicios varios que me ofrecen y me han ofrecido todo este tiempo. Se me hace un mundo pensar en volver a la plaza a buscar el coche para ir al centro a pagar, y andando porque no hay otra solución. Ya de paso, buscaré una papelera. Tal vez haya por fin algún ejemplar de la especie La Papelera en la Calle Derecha.
A cualquiera que lea este artículo le parecerá que me he excedido en los detalles, pero si alguien piensa que es mentira puede comprobarlos e incluso encontrar alguno más que enriquezca este artículo. Gracias a todos estos detalles, que parecen cómicos pero puedo asegurar que después de tantos años ya no lo son, valoro lo que no tengo y también lo que tengo, porque la zona donde vivo es algo así como un paraíso al que unos pocos vecinos tenemos acceso pero por razones evidentes.
Artículo remitido a nuestra redacción por Mª Carmen Domínguez
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mashote -