La naturaleza siempre es inocente.
Jorge Gómez Barata - (Periódico Por Esto).- Tuvo que ocurrir la tragedia humana generada, no tanto por el huracán Katrina, como por incompetencia, también humana, para que se comprendiera una tesis tan simple como aquella de que no existe crueldad en la naturaleza, como tampoco animales asesinos, alimañas malvadas ni árboles generosos.
Calificar de homicida a un huracán, llamar fea a una rana, abyecta a una culebra o "maravillosa arquitectura de la naturaleza" a un ciervo y afirmar que "un arroyo serpentea alegre sobre indiferentes rocas..." son bellas, aunque erróneas metáforas. Es lo mismo que llamar salvajes, una categoría propia del reino animal, a los humanos que vivieron en los primeros estadios de la civilización.
Por razones prácticas, por la fuerza de la costumbre y por comodidad, los hombres trasladan sus juicios de una dimensión a otra de la realidad, usan un lenguaje figurado o lo aplican por extensión. Se trata de códigos convencionales, eficaces, aunque proclives a errores. Bueno y malo, generoso y egoísta, cruel o condescendiente, son sentimientos y rasgos específicamente humanos, inexistentes en la naturaleza.
Lo que en realidad ha ocurrido es que, de un modo ajeno a la ciencia, se ha realizado una empírica y caprichosa clasificación zoológica, asignando a determinados animales rasgos propios de los individuos, convirtiéndolos en arbitrarios símbolos de sus comportamientos.
Es obvio que la actividad humana, sobre todo la económica, ocasiona un impacto sobre el medio natural, llegando incluso a modificarlo hasta el punto de hacer desaparecer recursos que como el petrolero, el carbón y los minerales, no podrán regenerarse y haciendo desaparecer especies de animales y plantas que empobrecen la biodiversidad del planeta.
En las últimas décadas, junto con un notable avance de la cultura y las ciencias, la mayor difusión de la información, se ha tomado conciencia acerca de los peligros que acechan a la humanidad si persistiera una actitud indiferente hacia el cuidado de la naturaleza. De semejante situación no puede culparse al progreso ni a la tecnología que aportan también los recursos y los conocimientos necesarios para la protección del entorno. Hoy existen formidables procedimientos para filtrar los residuales, reciclar muchos de ellos, mantener limpios ríos y mares e incluso restablecer el hábitat de muchas especies.
Todavía persisten actitudes egoístas e irresponsables que, sobre todo por codicia, resultan incompatibles con el cuidado de la naturaleza, entre ellas las asumidas por la actual administración norteamericana que no sólo se desentendió de la convención de Kyoto, sino que pretende borrar toda referencia al tema de la agenda de la Cumbre Milenio+ 5 próxima a celebrarse al amparo de Naciones Unidas.
En el devenir histórico, la actividad humana gestó situaciones que como la pobreza y la incultura, dificultan las relaciones de las comunidades humanas con la naturaleza. La vulnerabilidad de los pobres no es culpa del viento o de la lluvia.
El río Mississippi, el lago Pontchartrain y el Golfo de México estaban allí cuando llegaron los aborígenes y luego hombres de tres potencias europeas: Francia, España, Inglaterra y más tarde, los norteamericanos que se disputaron el territorio, combatieron unos con los otros y trajeron a otros hombres, los africanos, a quienes negaron la libertad que ellos disfrutaban y buscaban para sí.
Con sus contradicciones y su determinación sentaron sus reales en el delta, edificaron ciudades y plantaciones y vieron crecer una oligarquía racista y reaccionaria que no vaciló en sacrificar a la nación y tratar de disolverla para defender el derecho a ser esclavistas. Aquellas personas, entre las que hubo también idealistas, levantaron diques, secaron pantanos y marismas, desviaron cursos de agua y represaron afluentes, sembraron y excavaron, levantando una ingeniería fabulosa que les permitió convivir a la vera del lago y del río.
Lo que ha ocurrido en Nueva Orleáns es resultado de una deficiente relación del hombre con la naturaleza que dio origen a una ciudad excesivamente vulnerable, a lo que se añaden las profundas diferencias de clase que permitieron a unos huir y condenaron a la inmolación a otros. A todo ello añádase la antológica incompetencia de las autoridades responsabilizadas con la protección de la población.
La naturaleza no es consciente de sus actos, no premedita sus eventos y es incapaz de discriminar entre ricos y pobres, negros o blancos.
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