Omnipresentes o invisibles.
Prensa digital / El País.- Mientras que en Torrejón de Ardoz se procedía a la "exhumación de los cadáveres de las víctimas del terror rojo y del ateísmo soviético, inmoladas bárbaramente por pelotones de asesinos y asalariados de Moscú" (el noticiero alusivo puede escucharse en la banda sonora de Canciones para después de una guerra, de Martín Patino), otros cadáveres, otras víctimas de un terror convertido en política de Estado quedaban en cunetas, tapias de cementerios y fosas comunes. Mientras que en 1939 se concedía a la Asociación de Familiares de los Mártires de Paracuellos del Jarama una subvención para la construcción de un altar religioso a la memoria de los caídos "por Dios y por España", las familias de los vencidos tenían que esconder el luto por otros caídos, muchos sin identificar, muchos sin haber sido registrados, la mayoría sin ser entregados jamás a sus deudos. Mientras que entre 1940 y 1945 la España de Franco se inundaba de monumentos conmemorativos a los mártires, a los hijos entregados por la causa de los sublevados -aprobados todos ellos por la Dirección General de Arquitectura y la Vicesecretaría de Educación Popular de FET y de las JONS-, otros hijos eran pasados por las armas, otros hermanos desaparecían en vida, víctimas de la dictadura que cerró su particular versión de la crisis europea de entreguerras con la mayor tasa de sangre y castigo, tanto en tiempos de guerra como, sobre todo, en tiempos de retórica paz. Y a esos otros hijos y hermanos nadie les dedicaría jamás una lápida, un altar o un monumento.
Durante la dictadura franquista se desarrolló en España una doble política de la memoria y del memoricidio, dos caras de una misma moneda. Los caídos en la Cruzada, empezando por José Antonio, siguiendo por mártires y protomártires como Ruiz de Alda o Calvo Sotelo y terminando por prácticamente cada uno de los fallecidos en los campos de batalla o asesinados en la espiral de violencia revolucionaria, ocuparon los espacios públicos y se hicieron omnipresentes, exactamente en la misma medida que invisibles eran las otras víctimas. La legitimidad de la nueva España provenía de su victoria en la santa cruzada de liberación, y los guardianes de esa legitimidad eran sus muertos. A ellos se debían, ante ellos respondían. Por ese motivo, sus cadáveres fueron primero exhumados y, después, inhumados en ceremoniales públicos de masas. Por ello, sus muertes fueron convenientemente investigadas y juzgadas, generando un enorme fondo documental conocido como Causa General. Y por ello, sus nombres fueron inscritos en las paredes de las iglesias y sirvieron para dar nombre a las calles de las ciudades y los pueblos.
Pero, a su vez, esa política de la memoria acarreaba consigo un consciente memoricidio. La omnipresencia de los caídos contrastó con la invisibilidad pública de los asesinados republicanos, en los frentes y en las retaguardias. Sus desapariciones, físicas y documentales, pretendían acabar con todo su rastro, incluida su memoria, generando así una suerte de "memoria traumática" que el régimen explotó como uno de sus canales de coerción estructural y preventiva. Todo respondía a esta lógica del memoricidio: por poner otro ejemplo, los prisioneros de guerra y los presos políticos empleados como mano de obra forzosa para la reconstrucción del país lo estarían haciendo porque "ellos mismos" habían "destruido España". 1939, España Año Cero. Con las reconstrucciones franquistas, amparadas bajo el velo de la reeducación y la redención, se pretendía cerrar un ciclo histórico, el de la república y la guerra, para abrir otro, el de la paz, como si la dictadura de Franco no fuese consecuencia directa de la conflagración bélica. El epígono de semejante visión, tan viva en la actualidad, sería una dictadura que habría puesto los jalones necesarios para la llegada de la democracia. Puro memoricidio [...]
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