El futuro es una pistola caliente.
De los más de seis mil millones de habitantes del planeta, la electricidad no ha llegado aún a dos mil millones de ellos; la mitad de la población nunca ha realizado una llamada telefónica; mil millones de personas viven con menos de un dólar al día; mil quinientos millones no saben leer ni escribir; tres mil personas mueren cada día de hambre; la mitad de los niños del África subsahariana y un cuarto de los niños del sudeste asiático jamás han ido al colegio; hay treinta y seis millones de personas infectadas de sida y si continúa la tendencia, en el 2005 lo estarán cien millones de personas (dos tercios de ellos en África), y ayer pasé una tarde de perros porque descubrí que había aumentado dos kilos de peso en apenas 14 días.
Recientemente volvieron los fantasmas a poblar mis noches, un misterio cuyo terror había logrado superar al despuntar la adolescencia, y mientras escribo estas líneas recuerdo que a la novedad de no temer a los monstruos alados que surcaban mi habitación cuando apenas mamá apagaba la luz, hube de agregarle la ambición de ser adulto para comerme un pastel yo solito, sin ofrecerle a nadie, uno de nata y fresas como los que mi padre llevaba a casa cuando llegaba borracho los viernes y necesitaba congraciarse con su mujer.
Ahora en Europa hay un laberinto: no saben cómo darle a todos la felicidad que promete el neoliberalismo, sin que ello signifique terminar de asesinar al planeta, gracias de paso a los esfuerzos ingentes de los Estados Unidos con su negativa al tratado de Kyoto, una de las últimas esperanzas que tenemos los hijos del siglo XX para soñar con nietos, al menos, vivos.
Hace poco que descubrí la felicidad, me la enseñó Elia, mi mujer, y no se trata de ningún artilugio carnal o material, es asunto de esencia. Me hice mayor y no se me ha ocurrido gozarme una tarta bajo el absolutismo de la soledad, que sería tan triste como emborracharme solo o volver a ver fantasmas; y me pregunto, algo que por lo general hago solo, cómo podemos ser todos felices si es que como vamos no podemos.
Por ejemplo, si todos decidimos que tener un coche, pasear los fines de semana, comer con gula, tener un piso o dos, y una casa en la playa; usar más luz (para espantar fantasmas o no), comprar subterfugios en las grandes superficies, son el signo unívoco de la felicidad, ¿alcanzará para todos? ¿La naturaleza nos servirá por igual? ¿La tierra aguantará tal presión?
La alarma que reina, muy calladamente porque los medios evitan sembrar el caos y contrariar sus designios de consumo, consiste en calcular que si todos fuésemos felices, esa felicidad que nos modela la TV, este hermoso planeta azul se iría a la mierda y esto no es un eufemismo en poco tiempo, mucho menos del que pensamos.
Si todos, esos más de seis mil millones de seres, poseemos dos, tres coche, si todos plagamos los centros comerciales o salimos de fiesta a los centros nocturnos cargados de neón, o construimos más edificios, o consumimos, y consumimos, y consumimos, nos vamos a cargar definitivamente éste nuestro hábitat.
Pero la cosa funciona con una lógica tan abrumadora, que jamás podremos entender la idea, a menos que nos esforcemos mucho y espantemos definitivamente a los fantasmas. La globalización nos convence de un modelo único, el de la familia nuclear que se siembra en el estándar de vida norteamericano (The American way of life), con su reino de oportunidades, su MTV y sus zapatillas Nike, su McDonalds, su Jeep Cherokee, la casa de dos pisos y su democracia cargada de derechos humanos (¿?); y el mercado nos sirve la bandeja para que marchemos airosos al reino del consumo y al pensamiento estandarizado, y por eso, Britney Spears será la reina universal de la música, y Bethoveen al trasto de basura, y los Gofiones, y Pedro Guerra.
Resulta que la felicidad que nos vende el G7 alcanza y sobra para ellos, para los otros no, y aunque nos venden el patrón para que lo copiemos a cal y canto mientras cada vez somos más pobres, va y se descubre que el modelito en cuestión está arrasando con los bosques del Amazonas, está derritiendo los glaciares del polo norte, se está comiendo un trozo de la capa de ozono, está acabando diariamente con especies zoológicas y botánicas, y nos amenaza como una espada de Damocles, mientras todos queremos ser como el rubio americano de ojos azules que en calzoncillos nos vende el perfume Calvin Klein que cada vez que se esparce por nuestro cuello hechicero, emana un gas tóxico que envenena, especialmente, a la capa de ozono.
¿Entonces qué hacemos? ¿Nos seguimos tragando el cuento o decidimos por fin no dejarnos arrear como los corderos que comulgan con fe ciega ante la voz única con que la TV confunde a sus audiencias, y la radio, y la prensa, y casi toda la Internet? ¿O nos comprometemos a un nuevo sentido común emancipador, a ver la realidad desde otra óptica e introducir en la agenda diaria los problemas globales que amenazan a la humanidad?
Como a mi me gustan las frases hechas, sobre todo bien hechas, comulgo con lo que dice el sociólogo Imanol Zubero: el humanismo es la única forma de resistencia me atrevería a decir que la definitiva que tenemos contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia.
Hoy contamos con la ayuda de algo tan democrático y prometedor como el ciberespacio abierto a los usuarios, como no podían soñar todas las anteriores generaciones de tiranos y ortodoxias. Pero no a la manera que nos propone el mercado abrasador que todo lo domina como Dios: indigestar a los cibercafés con chicos de acnés practicando la última versión de otro juego on line cuya única misión es asesinar violentamente al enemigo. Se trata de apropiarse de la herramienta tecnológica con el sigilo del que desea aprender; experimentar con pasión a través de su universo, la biblioteca infinita que soñó Borges como signo de la inmortalidad, y transformarnos en la masa crítica necesaria para acabar con la infamia de los poderosos que nos cuentan el cuento del gallo pelón.
Yo, que me esfuerzo por no sucumbir a las formas seductoras del capitalismo, donde el culto al consumo es una verdadera religión, intuyo que es triste vivir para competir y cada vez tener más. Lo he vivido en esto que llaman el primer mundo, como diría Martí, en las fauces del monstruo, y creo que cualquier alma asustadiza como la mía entenderá que esto no es el futuro, que debe haber otro modelo, alternativo y creativo como casi todo lo que se emprende desde ese nicho preñado de cosas por hacer que surge desde las otras voces, como diría Mattelart.
¿Dos kilos en 14 días? No creo que me coma el pastel.
Marlon Zambrano.
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