Poesía en Nueva York.
Marlon Zambrano. Si las palabras bastaran, si el verbo tuviera ese poder constructor de cosmogonías como lo poseyó en períodos cimeros de antiguas civilizaciones, si las frases tuvieran la potestad de intervenir la realidad, y además de nombrarla la transformara, el mundo habría cambiado el pasado 15 de septiembre.
Si de algo nos sirve este planeta globalizado que en otros aspectos nos agobia, es para asistir a los sucesos históricos desde la comodidad de un clic televisivo y el infalible zapping, y pasearnos por los distintos rostros que la realidad mediatizada nos sirve, eso sí, en medio de escasas reflexiones y análisis, más bien dejadas en manos de cada inocente observador.
El 15 de septiembre Hugo Chávez quiso echar el resto. Al subir al podio de la Asamblea General de la ONU lo acompañaba el rostro adusto que exhibe cada vez que va a hacer una travesura discursiva, con toda la intención de causar alarma. Ese día, como nunca, soñé con Nueva York: deambular sus calles abarrotadas de gente insustancial y esquinas famosas, restos de Woody Allen o de Truman Capote esparcidos por sus aristas, la voz en off de Lennon cantándole a Yoko en su ciudad favorita. Nueva York, desde el Central Park hasta la Quinta Avenida, pasando por el China Town y el Bronx, es para mí una ciudad entre fílmica y musical, y necesaria en la medida en que su extensa Babel se parece demasiado al mundo multicultural que he soñado.
Ese 15 Nueva York existió para mí, gracias a Chávez, como existe desde que García Lorca le cantara con pánico de señorito provinciano y exclamara la belleza de Witman como sólo un hombre solvente puede cantarle a otro hombre, desde un corazón más legítimo que el de una mujer enamorada.
Las palabras de Chávez, más o menos, pasaron a decir de nuevo lo que hay que decir. Más allá de una verdad manida como toda invención metafísica, apostó por lo políticamente incorrecto, lo que en medios diplomáticos no se debe decir porque se ve feo, y echó mano a su prepotencia indiana, y a su dolor de siglos, para decirle al monstruo desde sus fauces lo brutal de su soliloquio parlamentario, un contrasentido que todos sabemos que sufre la humanidad desde que el poder está en manos de siete u ocho y la Organización de Naciones Unidas es de nuevo un triste monumento al mundo al revés y sin sentido que denunciara Galeano con acierto.
La prensa mundial, y de ello soy testigo por mera comprobación empírica, ha ensalzado con asombro la osadía -o la estupidez- de Chávez, como quien no tiene más remedio que ver al Rey desnudo que pasea airoso por entre sus embelesados idólatras. Ninguna de sus palabras fue una verdad a medias, acomodaticia, complaciente, y eso duele, mucho, y ni siquiera hizo concesiones por el recato de las formas que exige la diplomacia internacional, para mayor desmadre del opinionismo vernáculo y extranjero que ve en Chávez a ese moreno deslucido que habla demasiado y que todos debiéramos de odiar por su entrega en escena.
Sus denuncias, su descaro, su exabrupto, tuvieron el indulto de los desposeídos pero en la misma medida, la antipatía de los poderosos de toda la vida, que nuevamente comenzaron a mover sus maquinarias mediáticas para aplastar la voz del utópico estúpido, y que su gutural rabieta no pasara -y no pasará- del típico alarde de altisonante guapetón de barrio del tercer mundo. Y Chávez no calló, todo lo contrario, su voz quiso retumbar en el hemiciclo con la soltura y el brillo con que sólo los locos saben que la locura es más bien un estado superior a la cordura, si nos asomamos al mundo para verificar objetivamente su absurdo.
Lo más doloroso, en todo caso, aunque no sé por qué si era de suponerse, es el asco con que los orientadores televisivos venezolanos, muchos de ellos a todas luces analfabetas funcionales desprovistos de una mínima capacidad de exploración, hicieron por interpretar las palabras del presidente, visto, de nuevo, como el odioso contrincante político al que hay que acabar con la desmesura de una invasión norteamericana o un magnicidio, pues por lo visto es la única forma de acabar con su voz de luces.
El 15 hubo poesía en Nueva York, poesía que sonó a prosa inteligente, a denuncia pública y abierta, a rabia con vestigios de mayorías agotadas tras la rapiña del mundo.
A quién se le ocurre sólo por odio visceral, por diferencias políticas, por racismo, por esteta, despreciar el fondo infinito de Chávez en su réplica televisada, ante las delegaciones internacionales y en el territorio de su peor incriminador, si esas palabras quizás algún día nos harán libres, al menos, de la ignorancia.
Si la palabra de nuevo convocara, como lo hacía antes de la modernidad, en la plaza pública, en los resquicios de los pueblos, en las explanadas del hastío, ese 15 todos habríamos podido sacar más de una conclusión de las muchas lecturas arrojadas por el discurso de Chávez, por las respuestas inmediatas de la Casa Blanca, de la Embajada norteamericana en Caracas (que enseguida desertificó al país en materia de lucha antidrogas), del inefable Kofi Annan y por el ignominioso saco sin fondo a donde irán a parar su verbo florido y su rostro aguileño, alborotador, desafiante, mientras todos volvemos al pregón de nuestra apatía artera, a nuestro día a día incoloro e insaboro luego de que un valiente se lanzara al ruedo, cual suicida y sin público de galerías.
Yo, por mi parte, seguiré soñando con un verano en Nueva York, como cantara algún poeta del Bronx, y recordaré sin remedio a Kirkwood, a las Torres Gemelas, a Warhol, al jazz profundo de sus tabernas a media luz, a sus intocables, y porsiacaso, me acordaré también de los negros pobres de la América profunda que al sur de Estados Unidos han conocido de primera mano la voluntad de los poderosos del norte de ayudarles a pervivir mientras sean productivos, mientras, en cifras, valgan para enriquecer al ingenio poderoso del país que se sabe dueño del mundo y al que todos le reímos la gracia con indulgencia suicida.
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